Nada más entrar en la taberna me llamó la atención. Un mujer sola, cenando en medio de todo ese tugurio. Jamás, y mira que llevaba años frecuentando ese local, había encontrado a una mujer cenando sin compañía. Parejas, varias, sobre todo antes de las actuaciones en directo, pero mujeres solas nunca.
Me fijé en lo que comía: una ensalada césar, un plato de macarrones con atún y una cerveza, suponiendo esto último la única licencia alimenticia que se permitió. Me seguía sorprendiendo ver a una mujer como ella, con esa carita inocente, esa melena rubia y esa mirada entre dulce, cándida y taciturna que le otorgaba cierto trasnochado parecido con Brigitte Bardot.
No podía hacer otra cosa que mirarla según me aproximaba a la barra, y le encargué a Manolo mi habitual cena baja en grasas: un plato combinado de lomo con beicon, huevos, patatas y un poquito de lechuga, por aquello de poner la nota de color. De color verde, se entiende. Aproveché el momento para preguntarle a Manolo por la susodicha:
“Manolo, ¿cuánto tiempo lleva esa chica aquí?” - le pregunté, señalándole la mesa donde ella comía de espaldas.
“¿La jaquetona de la mesa cuatro?”
“La misma”.
“Le acabo de poner el plato en la mesa hace cinco minutos, todavía estás a tiempo de intentar trajinártela”.
“¡Qué bestia eres!” - le dije para disimular, ya que mis intenciones no diferían demasiado de la situación que me había planteado.
“Toma aquí tienes tu cena. El postre es cosa tuya...”
Cogí aquel gigantesco plato y me acerqué, con la mejor de mis sonrisas y desplegando todo mi (poco) encanto hacia aquella mesa cuatro.
“Perdona, ¿estás sola?”
“Mira, si eres otro gilipollas que te crees que vas a poder ligar conmigo y acostarnos esta noche para que, mañana, hayas desaparecido de mi vida, mejor date la vuelta y busca otro sitio donde cebarte con eso” – me espetó, así, sin vaselina ni nada.
“Mira ricura, creo que te estás equivocando conmigo. Yo no soy con quien deberías pagar tu síndrome de modelo frustrada con ínfulas de superioridad. Iba a cenar solo y tú estabas cenando sola y pensé que, quizás, nos podríamos hacer más agradable este tiempo el uno al otro. Pero como veo que no, este gorrino se va a cebar a otra mesa” – para chulo, chulo, mi pirulo.
“Perdona, es que... Bueno, en fin, no lo comprenderás. Siéntate por favor” – el farol había resultado.
“No te preocupes” – le dije, mientras tomaba asiento. “Sólo busco un poco de conversación y... lo que surja”.
Se echó a reír, y no sabía muy bien por qué, ya que, aunque pretendía ser gracioso, aquella broma era bastante mala. De todas formas, esa carcajada me resultó estremecedoramente familiar. Era una extraña sensación, como si ya la hubiera escuchado antes cientos, miles de veces. Aquello era novedoso para mí, nunca antes habían fluído así las cosas con un extraño, y me gustaba. Yo es que tengo la buena o la mala suerte de creer en el destino. Sí, creo que hay una historia vital marcada para cada uno de nosotros, y que cada acierto y cada error, que cada decisión que tomemos en este preciso instante, es un paso más, es sólo un peldaño más en la escalera que debemos subir inexorablemente. Si esta teoría mía resulta cierta, esa familiaridad no hacía sino confirmar que esa persona que tenía enfrente, la jaquetona de la mesa cuatro, podría acabar siendo importante para mí. Era mi destino.
La conversación discurría por los cauces de lo fútil, tal y como me esperaba. Que si qué tal, que si como te llamas (por cierto, se llamaba Ana Belén), que si de qué trabajas. Fue esto último lo que me sorprendió: científica investigadora de la Universidad Complutense. Toma ya. Estaba por esta zona para estudiar el comportamiento de algunos metales en entornos marinos altamente corrosivos. Un peñazo, vamos. Todo eso explicaba por qué estaba sola y por qué nunca la había visto por allí: era nueva en la ciudad. Ya tenía por donde empezar.
Poco a poco, los temas tratados fueron cambiando, sometidos a una deriva que los iba acercando, sin prisa pero sin pausa, al aspecto más, digamos, personal. Eso se notaba en mi comida. En condiciones normales ya habría dado buena cuenta de la ensalada, de los huevos y del bacon. Sin embargo, aquel gigantesco plato que Manolo me había preparado continuaba casi inmaculado frente a mí. Estaba concentrado en otras cosas, y seguro que no iba a morirme de inanición.
Y fue en ese preciso instante, creo yo, cuando me pregunté: ¿cuando se prendió la mecha? ¿Después de comerme ese trozo de cebolla? ¿Tras la lechuga? ¿Cuando ese tomate llegó a mi estómago? Y en dirección contraria también, porque si no hay correspondencia, sólo hay sufrimiento. ¿En qué momento le saltó la chispa? ¿En qué momento ese regordete querubín con peluca rubia al que llaman Cupido fue a visitarla? Todo aquello era muy extraño, y casi mágico, aunque ella se empeñara en responder que sólo eran “reacciones químicas”. Científica tenía que ser...
“Sabes, yo creo en el destino, en la magia de conocer a un desconocido, valga la redundancia, y que éste acabe siendo importante para mí” - se echó a reír en cuanto le dije esto. “¿Nunca te ha pasado?”
“Soy una científica... Somos gente aburrida que no creemos en lo que no podamos tocar, medir, o comprobar de alguna manera. Soy muy diferente a ti”.
“No creas, sólo tenemos distintas maneras de percibir nuestro alrededor. Sé que esto que voy a decir va a sonar muy cursi, pero es así: tú procesas la realidad a través de los sentidos. Sólo crees en lo que ves, lo que tocas, lo que oyes. Yo, por contra, sólo creo en lo que siento” - creo que ese fue el momento en el que algo dentro de ella hizo click. Su mente, acostumbrada a asimilar la realidad de una manera casi matemática, estaba tratando con información desconocida. Y se notó en su cara. Su mirada pedía auxilio. “Sé en lo que estás pensando ahora. ¿Ves como al final llevo yo razón? Simplemente déjate llevar”.
“No estoy nada acostumbrada a dejarme llevar. No, al menos, sin tener un rumbo donde ir”.
“Al final la deriva te suele dejar en paradisíacas playas” - tras esto, se levanta, coge el bolso y la chaqueta, y se queda mirándome fijamente, como esperando un movimiento por mi parte. “¿Qué pasa ahora?”
“¿Qué me dijiste justo al principio de nuestra conversación?”
“¿Cuando me defendí de tu ataque verbal?”
“No, después. Cuando me dijiste lo que buscabas de mí”.
“¡Ah, sí! Un poco de conversación... y lo que surgiera” - ¡bingo!
“Pues ha surgido algo. Y ha surgido ya. ¿Te vienes o te arrastro?” - ¡premio!
Reacciones químicas... ¡JA!
La vida es imposible de cuartear, cortar, diseccionar y analizar en pequeñas porciones y que todo eso tenga sentido. La vida carece de sentido, es un 'totum revolutum' en el que se mezcla la maldad con la bondad, la pasión con el sufrimiento, el amor con el odio. Todo se revuelve, todo se agita. No hay límites, no hay fronteras, no se sabe donde empieza una cosa y acaba la otra. Ni negro, ni blanco, ni todo lo contrario. Hasta que encuentras a ese alguien que lo ordena todo, y que pone cada cosas en su sitio. Y ese alguien, para mí, fue “la jaquetona de la mesa cuatro”.