Hay noches que uno lo ve todo del mismo color que predomina en el cielo a esas horas. Y encima, últimamente ya no hay estrellas que alivien su espesura y ofrezcan aleatorios dibujos que nosotros, en nuestro obcecado afán por cuadricular hasta las olas del mar, trazamos y clasificamos aunque tengamos que forzar su posición hasta límites insospechados. Pero ese es otro cantar en el que no quiero ni me interesa meterme. De momento.
Decía que hay noches que se ve todo muy oscuro, y no sabes exactamente por qué. Suelen coincidir con las últimas horas de algún melancólico domingo de soledad. Sabes que al día siguiente comenzará de nuevo toda la vorágine, el carrusel volverá a girar y todas estas penas se diluirán entre focos, micrófonos, ondas y rutina.
Quizá sea un herencia de esa tierna infancia en la que sabías que se acababa el 'finde', que tenías que volver a esa clase que tanto te aburría y de la que tanto deseabas salir en cuerpo y mente. Intentabas apurar esos últimos tragos de pequeña libertad antes de volver a esas obligaciones que desdeñabas pero que ahora resulta que fueron importantes. Me estaré haciendo viejo.
A pesar de que el contexto ha cambiado más que el tiempo en primavera, las sensaciones son las mismas. Con otra diferencia: echo de menos la tenue luz anaranjada del salón de casa, y quienes estaban en él. Quien me lo iba a decir.