La lluvia aporreaba el otro lado del cristal. Yo estaba mientras tanto distraído con aquella insulsa e irrelevante limpieza general cuando, de repente, encontré aquel álbum de fotos. Y, al tiempo que un rayo partía en dos la noche, me acordé de aquella fascinación tuya por la fotografía. Analógica, por supuesto. Te encantaba ese ritual que te suponía revelar las fotos en el laboratorio casero que tenías en el sótano. Ver como, poco a poco, lo que era un trozo de papel en blanco, degeneraba gradualmente en esa imágen, en ese recuerdo que esperabas con tanto anhelo.
Un poco así, de esa manera, de la forma en que iba apareciendo poco a poco la imagen sobre el blanco, apareciste tú en mi vida. Despacito, sin anunciarte, sin hacer mucho ruido. Cuando me quise dar cuenta estaba ya prendado de ti. De tu belleza fina, como de niké griega. De tu encanto natural, sin alardes innecesarios. De tu dulce y blanca sonrisa, que dejaba mostrar tus dientes como las impolutas teclas de marfil de un piano. Y también de esa misma manera, tan paulatinamente que casi ni nos dimos cuenta, nos fuimos distanciando el uno del otro, y hacía ya casi dos años que no sabía de ti. Dos años que comenzaron a pesar como dos toneladas sobre mi.
Mi primer impulso fue llamarte al móvil, pero un sonoro trueno hizo que deshechara aquella idea, como si de un aviso divino se tratara, y pensé en hacer lo que mejor se me da: escribirte una carta. Analógica, por supuesto, nada de emails y de esas moderneces que no hacen sino matar el romanticismo. Poder sentir, casi oler, la tinta sobre la que derrama el pensamiento de esa persona tan querida. Es, de algun modo, una forma de mantener el contacto fisico. Tocar lo que has tocado.
Pero soy un cobarde. Siempre lo he sido y lo seguiré siendo per saecula saeculorum. Prefiero regodearme en recuerdos de un pasado glorioso, ahogado en mi propia mediocridad. Fuera sigue lloviendo.